domingo

Mentiras

Un domingo por la mañana, en el cruce de Santa Fe con Ayacucho hubo un atropello terrible.

Yo volvía de pasar la noche con Román, habíamos tomado demasiado y en un momento, sobre las tres,  tuve el convencimiento de que tenía que irme de allí. No lo hice hasta la mañana, aprovechando que dormía. Me excitaba la idea de que despertara y no me viera a su lado.
 
No encontré taxi y decidí caminar. No me importaba ir andando hasta el subte o hasta casa o hasta donde quiera que pudiera llegar a esas horas.

Justo antes del accidente todo se quedó en silencio.

Corrí hacia allí y cuando llegué me paré en seco. Saqué el celular de forma automática y lo volví a guardar, varias personas estaban llamando a los servicios de emergencia. Un hombre estaba tendido en el suelo, era joven, vestía unos jeans gastados y tenía la cabeza apoyada en el asfalto.

El tráfico paró, la gente se arremolinó frente a la escena, un automóvil blanco y muy brillante tenía un golpe enorme en su parte delantera, el faro derecho había desaparecido y en su lugar había una gran mancha roja. Volví a fijarme en el asfalto, allí también había una mancha roja, imperfecta y salpicada por los cristales del faro.

La conductora del coche blanco, también vestida de blanco, no lograba quitarse las manos de delante de la cara.

Alguien gritó ¡un médico! como en las películas, y uno de los mirones se acercó hasta el cuerpo tendido, se agachó y negó con la mirada. Se oían las sirenas al fondo y el silencio del principio se había convertido en un barullo casi festivo. Por la Avenida Santa Fe avanzaba una romería con destino al cuerpo del peatón desmembrado.

Iba a marcharme de allí cuando sentí que me tocaban en el antebrazo derecho. Me volví casi furiosa.
 
— ¿Naza?

Era Jorge Sastre, hacía años que no lo veía. Estaba más mayor, tenía buen aspecto, una barba con alguna cana y sonreía.

— ¡Jorge! 

Nos abrazamos, a nuestro alrededor cada vez se arremolinaba más gente, que hablaban, que gritaban, que reían mientras el cuerpo caliente del peatón seguía tendido en la calzada con el cuello doblado en una posición imposible. 

— ¿Dónde te has metido Naza? No he vuelto a saber de ti.
— He estado lejos,
— ¿Sabés que te busqué por todas partes?
— No, no sabía, siempre fuiste un embustero.

Yo misma me sorprendí y me avergoncé al hablarle de forma tan directa.

— Pero, te marchaste sin decir nada.
— ¿Sabés? Acabo de hacer lo mismo.

Cuando llegó la ambulancia la gente empezó a apartarse con pereza, y Jorge y yo quedamos en primera línea mirando fijamente al cuerpo tendido mientras seguíamos hablando de mentiras y del paso del tiempo.

Nazaré Lascano Cuentos de Parque Chas





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