miércoles

Adverbios de modo

Cuando viví en la calle Princesa tenía una vecina que todas las mañanas sacaba sus zapatos al balcón, eran unos zapatos elegantes, de tacón alto y de color negro. Aquello me excitaba muchísimo y no podía parar de mirarla durante todo el tiempo que ella mantenía las cortinas abiertas.


Después de sacar los zapatos iniciaba un rito que para mí estaba cercano a lo religioso. Comenzaba barriendo con furia el suelo,  después regaba una planta que desde mi ventana parecía que tenía cara, muy mala cara, y que se asoma peligrosamente al vacío. Cuando terminaba de regar tiraba el agua que le había sobrado a la calle. Yo me imaginaba que aquel agua caía sobre los viandantes que no sabían que acababan de ser bendecidos.


A partir de ese momento aparecía y desaparecía, yo pasaba la mañana atento al balcón y sus dos ventanas, la del dormitorio y la de la cocina e iba recopilando sus imágenes como el que recoge conchas en la playa. Me gustaba mucho mirarla mientras cocinaba, ver cómo cortaba tomates, o lo que yo pensaba que eran tomates, pelar patatas o lo que yo pensaba que eran patatas, o hacer café en una cafetera italiana.


Yo trataba de fijarme en cada detalle de esa mujer, de espiarla porque creía que en ella debía haber algo imprescindible, algo que tuviera la explicación de lo que yo había ido a hacer a Madrid. Durante mucho tiempo estuve convencido de que me iba a proporcionar, ella solita una historia llena de adverbios de modo para una novela que ahora sí, sabía que iba a escribir.


Nada de eso ocurrió. Durante los seis meses que estuve viviendo en aquel piso de Princesa, no conseguí más que retales sueltos de la vida de esa mujer, de trocitos que, a pesar de ser muy jugosos, no fui capaz de hilvanar ni para fundar una religión, ni para escribir otra cosa que no fueran relatos (muy) cortos con pretensiones eróticas en los que me apresuraba en desnudar su imagen que ya había memorizado porque, todos los días a la una y veinte, la veía desnudarse y vestirse para salir.

Hace unos días la he encontrado. Ella no sabe quién soy, pero yo la reconocí en cuanto la vi porque llevaba los mismos zapatos elegantes, de tacón alto y de color negro. Estaba en un curso de educación vial al que he tenido que asistir por un malentendido con un guardia de tráfico. 


Esa mujer es ahora mi profesora.


Terry Salgado, El informe amarillo







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