domingo

Condiciones

Acepté ir a vivir con Eugenia con la condición de que se comprometiera a no dejar pelos en la bañera. 

Terry Salgado, "Oído en un bar", Bares sin nombre


De metafísica a metamorfosis

Contra lo que piensan los integristas, toda lengua es menos una metafísica que una metamorfosis. Las palabras nacen, mutan, mueren. A veces resucitan. 

Es el caso, explica Pascual, de azafata: "En el siglo XV era una bandeja (azafate), y en el XVI la señora que llevaba esa bandeja y atendía a la reina o a una mujer de alto grado. Luego desaparece.

La rescata Iberia después de descartar términos como camarera o aeromoza. La resucitó el marketing".

 Javier Rodríguez Marcos, Babelia n º1534
 

sábado

Los límites del conocimiento

Pero la tribu de Melquíades, según contaron los trotamundos había sido borrada de la faz de la tierra por haber sobrepasado los límites del conocimiento humano.


Gabriel García Márquez, Cien años de soledad

Un bonito recuerdo

Una noche, poco antes del apagón, en que hacía demasiado calor y habíamos comido demasiados dulces, Lupe me contó lo del caballito.

— Teníamos un caballito.
— Nunca me dijiste lo del caballito, ¿dónde lo teníais en una cuadra?
— No te enteras Naza, teníamos un caballito en medio del living, era un caballito de cristal.

Reímos.

— Creo que haces esto para confundirme.
— Te bastas tú sola para confundirte.
— ¿Qué pasó con el caballo?
— Yo lo odiaba. Se lo regaló alguien a mi madre cuando aún estaba soltera. Al viejo no le hacía gracia, pero le daba igual.
— Era un regalo envenenado.
— No te pongás novelera Naza, solo era un caballito de cristal del tamaño de un balón de fútbol que estaba siempre colocado en medio de la mesa del living.
— Nunca lo vi.
— Tuviste suerte, cuando fuiste por mi casa ya lo había estrellado contra el suelo de la calle.
— ¿Lo tiraste a la calle?
— No lo soportaba, cada vez que almorzábamos había que quitar el caballito de la mesa con mucho cuidado y llevarlo hasta el dormitorio de mis viejos. Allí lo colocábamos sobre la colcha, con la cabecita apoyada en la almohada, como si estuviera vivo.
— ¿Todos los días?
— Todos los días, al mediodía y por la noche. Y con la voz de mamá por detrás diciendo "Cuidado con el caballito, es un bonito recuerdo".
— ¿Siempre decía esa frase?
— Cada vez.
— ¿Y cómo ocurrió?
— ¿El fin del caballito?

Asentí.

— La primera vez que me acosté con Lázaro Castilla.
— No entiendo.
— Es fácil, la primera vez que estuve con un chico lo primero en lo que pensé fue en romper el caballito.
— ¿Fue en lo primero que pensaste?
— Lo juro, esa noche volví a casa a la hora de la cena, y en cuanto abrí la puerta lo primero que me dijo mi vieja fue que había que retirar el caballito de la mesa del living,
— Y que tuvieras cuidado.
— Y que era un bonito recuerdo, entonces sin pensarlo fui hasta la mesa, agarré al caballito, abrí la ventana y lo estrellé contra el suelo.
— ¿Qué pasó?
— Que hizo un ruido de mil demonios y se asomaron desde las ventanas muchos vecinos.
— ¿Y tu mamá?
— Mamá llegó corriendo desde la cocina y me miró con los ojos muy abiertos, preguntando qué había pasado.
— ¿Y?
— Y nada, el caballito, le dije, que no podía más. 
— No se enfadó.
— Ni siquiera miró por la ventana, volvió a la cocina y terminó de prepara la cena.
— ¿Qué estaba cocinando?
— No recuerdo nada más de aquel día.

Nazaré Lascano, Cuentos de Parque Chas





viernes

Desrealizar

Hay personas que te miran o te leen y te desrealizan porque no comprenden otro modo de relación con el universo.


[] Utilizo mucho el recurso de la voz en off para defenderme de los sentimientos que me hacen daño (y de los que me hacen demasiado feliz).


Juan José Millás

Aguantar la mirada

En mi segundo año de secundaria tenía una compañera, Lidia Bacchio que caminaba hasta la escuela acompañada por una asistenta vestida con su uniforme negro almidonado lleno de puntillas blancas y rematado en una cofia generosa.

Lidia se avergonzaba, pero la niñera tenía órdenes de sus papás de dejarla en el interior del colegio y asegurarse de que entraba en el aula.

La escena es difícil de narrar, la llegada de Lidia y su asistenta era esperada por todos y, todos los días, de lunes a viernes, se les hacía una especie de pasillo en medio del patio para observarlas. Lidia pasaba con la cabeza inclinada hacia el suelo dando pasos rápidos y obligando a andar deprisa a la niñera que iba muy erguida, con una expresión triste y altiva a la vez.

El contraste entre las dos era tremendo, Lidia era una chica delgada, con un cuerpo aún sin grasa y sin curvas, con la cara alargada y el pelo largo y rubio, mientras que la asistenta era más bien bajita y bien formada, de cabellos morenos y rizados y con dos pechos que parecían querer salirse del delantal blanquísimo que remataba el uniforme.

Los chicos no paraban de burlarse de ellas y, aunque los profesores intervinieron después de que los viejos de Lidia se quejaran, no dejaron ni un solo día de reírse de la niña y de decirle obscenidades de todo tipo a la niñera, una jovencita que no debía tener más de veinte años y que cuando regresaba sola a la calle, después de haber hecho su trabajo, encendía un cigarrillo y miraba, uno a uno, a aquellos palurdos sin que ninguno le aguantara la mirada.

Nazaré Lascano, Cuentos de Parque Chas


jueves

Días de sardinas


En el cuarto B vivía la Malinche. No tenía nada que ver con la traductora de Cortés sino, tal vez, con su aspecto de mujer mestiza.

Vivía sola, aunque no faltaban hombres a la puerta de su casa, solteros y no tan solteros del barrio que podías encontrarte entre el segundo y el tercer piso, rondando por las escaleras, entrando o saliendo del portal o haciéndose los remolones en el cuarto de la basura.

Todos estos episodios ocurrían a diario, excepto los días de sardinas. Esos días la Malinche tenía una visita que la alejaba del resto del mundo. Un hombre mayor, casi un anciano, del que se hicieron mil suposiciones, ocupaba su tiempo y su espacio sin que hubiera sitio para nadie más.
 
Desde entonces, cuando huelo el aroma de las sardinas friéndose siento una especie de punzada en el vientre y me acuerdo de la Malinche y de su visita, y de cómo todos los hombres que la rondaban daban media vuelta, bajaban las escaleras a toda prisa y salían de nuestro portal con cara de niño pequeño sorprendido robando caramelos.

Nazaré Lascano, Cuentos de Parque Chas



Una segunda opinión

Creo que me siento solo, pero necesito una segunda opinión.


Óscar García Sierra

El narrador no es más que un papel

Es preciso alertar contra la tendencia a identificar narrador y autor real. 

El narrador no es más que un papel. Quien habla (en el relato) no es quien escribe (en la vida), y quien escribe no es quien existe.

Leire Mendoza II

Leire Mendoza empezó a vestirse como una princesita a los pocos meses de casarse. Era muy joven, muy bonita y daba mucha lástima. Tenía una casita con un jardín delantero en el que daba el sol por las mañanas y una cocina blanca que su marido puso para ella aunque ella no sabía ni quería cocinar. 

El esposo trabajaba en una empresa de ingeniería técnica, Leire no sabía qué hacía exactamente, pero le gustaba oírle hablar de proyectos, de problemas con los materiales nuevos o de diseños irrealizables. Sobre todo le gustaban los planos cuando Andrés, su reciente marido, los desdoblaba y extendía sobre la mesa de la cocina.

A Leire le hubiera gustado hacer el amor sobre aquellos planos que olían a tinta y al frío de las obras de donde volvía Andrés con su trajecito azul y su casco amarillo bajo el brazo, pero Andrés no era de esos hombres.

Leire se pasaba la mayor parte del día sola. A veces Andrés almorzaba fuera y, otras veces, tenia que viajar para revisar alguna obra o concretar algún proyecto, entonces Leire se sentaba en medio de aquella cocina blanca y trataba de pensar como lo haría su madre o su abuela, pensar como una mujer que tiene un jardín delantero y una cocina inmaculada. Pero no le salía.

Finalmente Leire decidió salir a comprar ropa y en una de esas salidas vio el vestido de princesita y lo compró pensando en que nunca se lo pondría.

Nazaré Lascano, Cuentos de Parque Chas

Tan grande indiferencia

Qué descanso morir. Pero qué agobio 


regresar a la nada 


después de haber tenido tanto amor, 


tanta desdicha, pues, aunque también 


tan gran indiferencia por las cosas.


Juan José Millás, De corpore insepulto

miércoles

Una persiana en Roma

Todos somos mortales hasta el primer beso y la segunda copa de vino

Isabella Rimini, oct. 07th, 2021 at 01:40 to: robertopintado@hotmail.com


Ciao Roberto.


Encontré esta pintada en una persiana en Roma y pensé que te gustaría.
No está mal para empezar el curso ¿no te parece?


Sé que es un abuso pero nos encantaría volver a repetir la actividad con los chicos de mi clase de español ¿es posible?


Las clases con los relatos de Nazaré Lascano no dejan a nadie indiferente, hay quien dice que son una fiesta y a menudo chicos y chicas salen discutiendo del aula y continúan en la calle.
Espero que esto te anime a decir que sí. Esperamos tu respuesta. Gracias!!


Un afectuoso saludo.


Isabella



Delorean

He empezado a usar el coche como si usara una máquina de dios. Medio depósito ha sido suficiente.


Parece muy prosaico, pero los resultados que se obtienen pueden ser grandiosos. 


Desde las ocho de la mañana, me he dedicado a dar vueltas por Madrid, a acelerar en los pasos de peatones, a aparcar en doble fila, a parar sin motivo en medio de una calle de una sola dirección.


No soy un simple asustaviejas, aunque también las asusto, pero hago lo mismo con los jóvenes y los de mediana edad. Me da rabia que se lo tomen a mal, solo asusto, llego hasta el límite de lo razonable y ¡zas! frenazo sonoro. No hago daño a nadie.


Hoy una pareja de unos cincuenta años ha golpeado las lunas de mi coche como si quisieran rompérmelas, el hombre se ha puesto como loco y la señora lo animaba. Ha sido fantástico,  mejor incluso a como lo imaginaba, esa pobre gente ya tiene un motivo para pasar el día. El odio en común siempre es un gran motivo para la vida, un motivo ruin pero efectivo.


No ha sido la única acción directa de la mañana, me han pasado muchas más cosas a bordo de mi machina. Por ejemplo, un grupo de chicas en la Avenida del Mediterráneo han chillado y han estallado en risas nerviosas cuando he estado a punto de pillarlas en un semáforo, he apurado tanto que a una de ellas le he rozado la pierna con el parachoques. Alguna me ha insultado, y otra ha sacado sus dedo corazón al aire de Madrid, pero cuando continuaron caminando, la chica del parachoques se ha dado la vuelta y se ha quedado mirándome, ¿no es fabuloso?


A la una y media ya tenía hambre, he parado para comer en un bar de Aluche y he dejado el coche en doble fila. No han tardado en oírse pitidos de uno de los coches a los que impedía el paso. Estaba tomando un filete de lomo con patatas y pimientos fritos, me encantan los pimientitos bien asados. Seguí comiendo tranquilamente hasta que entró en el restaurante un hombre sudoroso y malhumorado.
¿Es de alguien ese Focus de color amarillo? Yo seguí con mis pimientos mientras oía cómo el resto de comensales negaba con la cabeza. Por fin, uno de los camareros, que me había visto llegar, me señaló con disimulo.


— Perdona ¿es tuyo el Focus?
— ¿El Focus? Bueno yo lo llamo el Delorean.
— ¿Qué?
— Que es un Delorean, una máquina del tiempo, un deus ex machina.
— ¿Quieres dejar de vacilar y quitarlo, por favor?
— No sé ¿has aprendido algo hoy?
— ¿Qué dices, estás loco?
— ¿Ves? No has aprendido nada, el día de hoy se volatizaría de tu mente si no fuera por mi machina.
— ¿Eres imbécil tío? ¡Que quites el puto coche o llamo a la policía, hostias!
— Aún me queda el postre.
— Pero... ¿qué dices? ¿No lo vas a quitar?
— Claro que lo voy a quitar, no voy a dejarlo ahí, en cuanto me tome el postre lo quito.


No me pegó, fue una lástima, una buena pelea cambia tu percepción del mundo, te puede hacer hundirte en la miseria o convertirte en un machito intransigente. No pasó nada, el tipo se fue encendiendo, pero cuando oyó la palabra loco detrás de una de las mesas, supuso que yo podía ser peligroso y salió a la calle a llamar a la policía con su móvil.


No les dio tiempo a llegar, nunca les da, pude acabarme los filetes con pimientos y tomar unas natillas caseras bastante buenas. Dejé una buena propina, pero el café ya lo tomé en otro sitio.


Terry Salgado, Bares sin nombre




Polisémica

— ¿Estuviste este fin de semana con tu cuñada?


— Sí, fuimos al pueblo a ver a los abuelos y estuvimos comiendo con Ana.

— ¿Comentó algo de mí?

— Casi nada, tan solo una cosa.

— Venga, ¿qué dijo?

Dijo una palabra polisémica, como a ti te gustan.


Terry Salgado, "Oído en un bar", Bares sin nombre

martes

Previendo el final

Las casas tienen alma, las casas respiran, las casas guardan el recuerdo de todo lo que allí tuvo lugar.


Tuvo lugar.


Entré en casa de la pelirroja antes de que amaneciera. Ya había estado allí antes, pero ahora todo era extraño. 
La luz era otra, el tiempo era otro, el ruido era diferente, quedaban los olores.
Encendí la luz del pasillo y pude verla al fondo, sentada junto a la mesita del teléfono, llamando despreocupada, sin darse cuenta de que entraba en la casa con mi propia llave.


— Si un día me pasa algo podrás entrar a rescatarme.
— Estás loca ¿qué te va a pasar?


Nunca le preguntéis "qué te va a pasar" a quien está previendo su final.


Alguien subió una persiana en el departamento vecino e hizo girar la cara a la pelirroja que por fin me vio. Al verme sonrió y, sin dejar el auricular, me hizo un gesto para que pasara hasta el salón.
Hablaba con alguien a quien conocía bien, a veces reía y otras se ponía muy seria, a veces la conversación se hacía más densa y criticaban con dureza a un hombre del que no decían su nombre ¿el viejo? y otras comentaban lo cariñoso que era.


Me senté en el sofá verde que hay frente al televisor, allí tenía un manojo de llaves y una cámara de fotos, una vieja Zenit de la Unión Soviética. La abrí y, aprovechando que estaba distraída, saqué el carrete.
Aún estuvo hablando un rato más, pensé en preguntarle muchas cosas sobre la conversación, pero cuando volvió lo olvidé todo, ya digo que aquella casa parecía otra.


— ¿Has vuelto con mi viejo?
— Quedamos en que no íbamos a hablar de ese tema nunca.
— ¿Ya sabes lo que ha pasado esta madrugada?
— Claro que lo sé, yo estaba allí.
— Tu cuerpo estaba dentro del auto de mi padre, pero él no aparece.
— No sé decirte, ya no recuerdo bien, lo tengo todo muy muy mezclado, muy confuso.
— ¿Con quién hablabas?
— Con alguien que va a venir a buscarme.


Aquello me impresionó mucho, era una frase demasiado teatral para ella, que ya no era ella. Di un respingo en el sofá y me llevé las manos a la cara.


— Venga, Naza, no llores, tu padre estará bien, sabes que siempre sale adelante.
— ¿Tienes algo que le inculpe?
— No sé a qué te refieres.
— Algo que demuestre que anoche estuvo contigo.
— No sé Naza, busca por ahí, en mis papeles, en el contestador, en mi cámara. Yo ya no tengo fuerzas.


Cuando salí de casa de la pelirroja ya era de día, en el portal me crucé con dos policías de paisano que no me reconocieron.


Nazaré Lascano, Cuentos de Parque Chas




Exculpar

Exculpar al viejo.

¿Cómo exculparle si no crees en él? Me puse a buscar pistas como si fuera un detective. Siempre fui buena con los acertijos, pero en este había trampas en las que caía sin vergüenza y cuando eran demasiado endebles yo misma me ocupaba de fabricarlas.

Pude seguir la pista de la pelirroja desde al accidente hacia atrás sin demasiadas dificultades. Nadie la puso en aquel paisaje a las 6 de la madrugada, nadie si no ella podía haber elegido aquella ropa, aquel rostro de agua, aquel maquillaje de tanatorio.

El viejo no quedó con ella el sábado noche, no cenaron en ningún restaurante, no tomaron champaña, fue ella la que reservó mesa, la que se dejó ver con un hombre con cierto parecido, la que preparó todo para inculparle.

Vean como lo preparó todo señores del jurado.

Debía empezar por su casa, llegar antes de que lo hiciera la policía, fue fácil, yo sabía la dirección exacta y ellos no, yo tenía llave del departamento y ellos no, yo sabía dónde guardaba sus secretos y ellos no. 

Yo podía destruir pruebas o crearlas si era necesario.


Nazaré Lascano, Cuentos de Parque Chas



lunes

Verbos

No sabía que se veían. 

Los libros están llenos de metáforas para explicarlo, pero por entonces yo estaba más interesada en la carne que en el verbo. Que si donde hubo fuego quedan brasas, que si el río siempre busca su curso, que si la cabra tira al monte.

La cultura popular me cayó encima como una enciclopedia de diez tomos.

Los encontraron en una carretera secundaria un domingo por la mañana, unos cazadores vieron que algo brillaba al fondo de un barranco y era el auto del viejo, sin el viejo y con la pelirroja en el asiento del acompañante. Parecía dormida, como el personaje triste de un cuento infantil.

Nazaré Lascano, Cuentos de Parque Chas

domingo

Me siento y no escribo

Valeria Tentoni: ¿Cómo son tus procesos de escritura?


Tatiana Țîbuleac: No tengo rituales. Me siento y escribo. O me siento y no escribo nada, que es lo que más ha ocurrido últimamente.


La mirada

Las  fotos  de  Picasso,  sobre  todo  hacia  el  final  de  su  vida,  lo  muestran  a menudo mirando intensamente en medio de un gran desorden. Deseado, cuidadosamente  construido  y  progresivo,  ese  desorden  reinó  siempre  en  sus  casas  –que iban  siendo  cada  vez  más  grandes  precisamente  para  darle  cabida–,  y  no  como tópica  coartada  de  la  bohemia  artista,  sino  como  una  especie  de  disciplina  del espíritu, la mirada.

Pues Picasso consideraba que el orden, o al menos la rutina, produce una suerte de ceguera, o niebla si se prefiere. Si colocamos las cosas en su sitio, pensaba, pasado un tiempo dejamos de verlas: es fácil hacer la prueba con los cuadros de nuestra propia casa. Alimentándose por los ojos, Picasso proponía colocar las cosas fuera de su sitio, de modo que la mejor manera de seguir viendo un jarrón es colocarlo en el suelo, y un cuadro, no colgarlo de la pared. Y, aún así, solo durante un tiempo.

Pedro Sorela

Informe número 1

Registramos toda la casa.
 
Lucía se entretuvo con los libros del salón. sacó los cojines de un sofá demasiado grande y demasiado amarillo para una persona que vivía sola, y encendió la tele para ver cuáles eran los últimos canales que se habían visto.

Yo estuve un rato en la cocina que estaba recogida, perfecta, lista para una sesión de fotos. Parecía que allí nadie había hecho ni un huevo frito desde hacía mucho tiempo. Dejé la nevera para el final.

De fondo oí la tele y me sobresalté, dos voces discutían sobre un asesinato. Me llevé la mano de forma instintiva a mi arma reglamentaria y sonreí imaginando a Lucía con el mando a distancia bajando el volumen a toda prisa. En la película, una mujer policía le decía a su compañero que estaba equivocado y que si por ella fuera no volverían a trabajar juntos. Era la típica serie de pareja de polis que no se llevan bien, todo muy falso, pero las voces eran estupendas.

Hice un poco de ruido con los platos para hacer ver que yo también estaba trabajando, abrí el cajón de los cubiertos, igual de impecable que el resto de la cocina y un armario en el que se acumulaban en perfecta formación varios botes de cristal con semillas y cereales de muchos tipos y colores.

Lucía cambió de canal, el volumen volvió a subir y pude oír una voz masculina retransmitiendo una prueba de natación en la que vencía una mujer con apellido ruso.
 
El baño era pequeño, tenia una luz azulada que le daba un aspecto limpio, estaba más liado que la cocina y tuve que tener cuidado para no pasarme nada por alto. Sobre el bidet había una cestita de mimbre con varios tampones. La ducha no tenía mampara, ni cortina de baño, aunque había una argolla de plástico azul colgando de la barra. Sobre el mueble del  lavabo varios botes con cremas, un tubo de dentífrico casi terminado y un bote de champú que abrí y aspiré su aroma tratando de imaginármela.

Terry Salgado, El informe amarillo

viernes

La rusa


Tardé en darme cuenta de que aquel salón era más parecido a un decorado que a un salón. También de que los personajes pintados en los cuadros tenían las pupilas recortadas para dar la sensación de que alguien nos observaba. 

Dina me miraba deambular por la casa con los ojos como platos y cada vez se divertía más. Se dirigió directa a la cocina, yo fui detrás de ella, temerosa de quedarme sola y, cuando llegué, estaba iluminada por la luz de la nevera abierta.

— ¿Te podés creer que se dejaron enchufada la nevera todo este tiempo?
— ¿Cuánto hace que se fueron?
— No lo recuerdo, están en una isla en mitad del océano.

La nevera daba una luz dorada, estaba llena de botellas de champaña. Por entonces yo aún no lo había probado.

— ¿Quéres una copa de espumante Naza?

Iba a decir que no cuando sonó el timbre. Las dos dimos un respingo. Tras el susto, Dina se echó a reír y salió corriendo hacia la puerta, y yo tras ella.
No me dio tiempo a decirle que no abriera, que nosotras no debíamos estar allí, que quizás eran los escritores, o la policía, o alguien que nos vigilaba e iba a detenernos por haber entrado allí sin permiso.

Dina abrió mientras reía. Al otro lado de la puerta una mujer joven, muy alta y muy rubia, vestía un impermeable entallado de color rojo, medias negras y zapatos a juego, tenía aspecto de rusa y llevaba una carpeta de la mano.

— Buenas tardes —su acento no era reconocible— mi nombre es Lía. Vengo a tomar nota de su pedido de este mes.
— ¿Qué vendes cariño?— le preguntó Dina apoyándose en el marco de la puerta. 

La rusa nos miró de arriba a abajo y sonrió.

— Tú debes ser Dina —la rusa tenía acento español— no vendo nada cariño, solo vengo a tomar nota del pedido de champaña, los señores no quieren encontrase la nevera vacía a su regreso.

Nazaré Lascano, Cuentos de Parque Chas



Interior día

La casa parecía dormida. Cuando corrimos las cortinas del salón todo se llenó de polvo y el sol dejaba ver con nitidez cada mota, miles de partículas que me hicieron sentir insignificante.


Me estremecí y Dina se dio cuenta y se rio de mí. 
— Ven por aquí poeta, seguro que te gustará ver esto.


Entramos en una habitación enorme con dos mesas enfrentadas, llenas de libros, de carpetas y de papeles de todo tipo. En una había varios botes con bolígrafos y lápices de todos los colores, en la otra una computadora cubierta por una funda color crema.


Me senté frente a la mesa la que estaba junto a la ventana, abrí una carpeta que parecía recién abandonada, varios folios manuscritos asomaron de su interior. En bolígrafo azul, muy fino y con una letra redonda, perfectamente legible pude leer. "Interior, día. Las dos jovencitas entran en la casa, curiosean entre los papeles y deciden quedarse a pasar la noche".

Nazaré Lascano, Cuentos de Parque Chas


Abolladuras

Los padres de Dina tenían las llaves de un departamento en Ayacucho, cerca de la facultad de Medicina. Se las custodiaban a una parejita de ancianos que tenían plata y que viajaban durante todo el año. 


El viejo de Dina les había arreglado el auto varias veces, al parecer manejaban muy mal y siempre tenían la carrocería llena de golpes. Tenían tantas abolladuras que se hicieron amigos del mecánico.


Cuando supe de ellos por primera vez era invierno y estaban en una isla española. Me interesé mucho por su vida cuando supe que ambos escribían, que habían estrenado varias obras de teatro y que eran apreciados en Europa. 


Yo jamás había oído hablar de ellos y le pregunté con mucha curiosidad a Dina. A ella parecía que no le interesaba nada lo que le decía, pero una tarde subimos al colectivo y llegamos a la calle donde tenían la casa los escritores. 


Dina los llamaba los escritores con tono despectivo, pero sabía que me interesaba todo lo que tuviera que ver con los libros y robó aquellas llaves para mí.


Nazaré Lascano, Cuentos de Parque Chas


jueves

Las reglas de la partida

No recordaba a Adela, apareció al final de la barra, se acercó y me dio un beso, yo me quedé con la mano extendida, como un pasmarote, ella rio como solo saben hacerlo las mujeres que conocen bien las reglas de la partida, las que saben algo que nunca sabrás.

— Cuánto tiempo sin vernos, Adela.
— El justo para volvernos a encontrar.

Terry Salgado, Bares sin nombre

miércoles

Conocía a Cernuda en un jardín

Conocí a Cernuda en un jardín. Paseaba, marchaba solo, pero iba con ese aire del que lleva a su lado unos galgos decorativos. Comprendí ya entonces que una sombra le acompañaba a todas partes, un perro inseparable y misterioso, su vida misma quizá, el boceto de una vida no vivida.

Conocí a Cernuda en un jardín, pero en realidad él siempre parece estar en un jardín. En la calle o en el salón no se le comprende. Tampoco en el campo; un jardín o una playa es su fondo verdadero.

Ramón Gaya, Obra completa

martes

Un buen destino

— Dice que quiere ser obispo de Ibiza.


— ¿Hay obispo en Ibiza?


— Hay una vacante creo.


— Debe ser un buen destino.


— Pero debe tener mucho trabajo, tiene que ser un lugar con muchos pecados.


— ¿Dejan ir al obispo a la playa?


— No veo por qué no.


— Por los ropajes que lleva, deben ser muy incómodos para andar por la arena.


— Seguro que tienen un uniforme de verano.


Terry Salgado. "Oído en un bar", Bares sin nombre


lunes

Turbulencias

La coincidencia es la madre de la turbulencia.


Rafael Spregelburd, La estupidez

domingo

Gambas y gabardinas

Cuando era pequeño los fines de semana acompañaba a mi padre por los bares del barrio, allí me fijaba en parejas jóvenes que, para acompañar sus bebidas, pedían una tapa de gambas con gabardina.


A mí me encantaba aquel pincho y me prometí que, cuando fuera mayor y tuviera novia, iría con ella a aquellos bares y pediríamos gambas con gabardina.


Pero las cosas de la vida casi nunca son como uno las piensa y tardé mucho en tener novia, y cuando la tuve y por fin fui con ella a uno de aquellos bares de mi barrio, había cambiado el tiempo y las gambas se habían quitado la gabardina.


Terry Salgado, Bares sin nombre

Soledad

Sebas Fer. oct. 13th, 2021 at 19:14 to: robertopintado@hotmail.com

Hola Roberto. Espero que se encuentre bien.

Soy lector suyo desde hace mucho tiempo, sus relatos consiguen sacarme de mi realidad, sea esta lo que quiera que sea. Espero seguir leyéndole y también espero que disculpe que me haya atrevido cambiar los roles y ser yo el que escriba para usted.

Me he decidido a escribirle porque he conocido una historia que quizás le parezca interesante y si así le parece puede publicarla sin ningún problema. Me la contó una amiga al final de una noche en la que bebimos lo justo para las confidencias.

Mi amiga se llama Soledad y, aunque me gustaría cambiarle el nombre para que no se sienta reconocida, su nombre, como puede imaginar, es casi una metáfora, una forma de negación que no deja indiferente a quien lo oye ni a quien lo tiene.

Soledad me contó una madrugada que cuando era muy joven trabajó en un supermercado en su ciudad, llevaba una cartulina plastificada con su nombre escrito y un uniforme que siempre debía estar bien planchado. Me hizo gracia que mi amiga, a la que había conocido en un trabajo técnico y de mucha responsabilidad, comenzara a trabajar en un supermercado del sur de España.

A menudo la gente se dirigía a ella por su nombre, y Soledad se acostumbró a que todos supieran cómo se llamaba. La lástima, me decía, es que cuando salía del súper nadie me conocía y yo me sentía muy sola, muy desgraciada.

Al final Soledad decidió llevar la cartulina plastificada con su nombre también cuando estaba fuera del trabajo, cuando caminaba por la calle, cuando iba a tomar un café o cuando paseaba a su perro ella lleva prendido su nombre de la blusa o de la cazadora.

Soledad notó que la gente la miraba, que algunos murmuraban y otros reían, pero aquello surtió efecto y el mismo día en el que se colocó el nombre en el pecho hubo viandantes que se dirigieron a ella por su nombre.

Gracias a aquella cartulina prendida en su pecho Soledad empezó a tener una vida distinta, hubo hombres y mujeres que cayeron a sus pies, le ofrecieron trabajo fuera del supermercado, cambió de aspecto, hizo viajes a lugares lejanos y tuvo proposiciones decentes e indecentes.

Le libraré, Roberto, de los detalles, pero le puedo decir que Soledad acabó cansada de su nombre y, en medio de una fiesta que se le había escapado de las manos, decidió cambiar el nombre de su placa por otro menos comprometido.



sábado

Comportamiento humano

La física cuántica no es una religión porque, aunque se erige sobre leyes fundamentales de la naturaleza, no pretende regular el comportamiento humano.

viernes

Un lindo nombre

Por entonces yo no tenía piedad, para mí era más importante el arte que la vida.


Ahora creo que no hay nada más importante que la empatía, pero en aquellos años, demasiados, lo único importante era abrir puertas y generar caos.


Lo del teléfono era un caos al alcance de cualquiera, yo no entendía por qué no se intervenía más en la vida de las personas teniendo un teléfono con el que poder acceder a ellas y millones de palabras para hacer explorar su cotidianidad para hacer estallar ese instante anónimo y amorfo en el que se encontraban en esa tarde de lluvia.


— ¿Puede decirme, por favor, de qué conoce a Antonio?


En esos momentos yo dejaba pasar unos segundos que caían como losas sobre el tiempo de la persona que estaba al otro lado.


— ¿Señorita?
— Dígame.
— Le preguntaba que de qué conoce usted a mi marido.
—No... disculpe, supongo que es su esposa. No es nada, algo profesional, nada importante, solo dígale que no puedo acudir esta tarde y que siento haber tenido que llamar a su domicilio.
— Me está poniendo muy nerviosa, ¿cómo dijo que era su nombre?
— Ana, Ana Genovese ¿y usted? ¿con quién tengo el gusto?
— Yo soy la esposa de Antonio.
— Sí, lo sé, creo que he visto alguno fotografía suya, me refiero a su nombre.


Lo de soltar detalles personales es como dejar bombas de humo en una escuela, provocan pánico y curiosidad a partes iguales.


— ¿Me conoce? ¿él le ha enseñado fotos mías?
— Claro, es usted muy elegante señora Santorini, y muy hermosa si me permite decirlo.
— Mi nombre es Elvira.
— Claro, ahora sé por qué Antonio a veces me llama así, es un lindo nombre.


Nazaré Lascano, Cuentos de Parque Chas


Más reproches

 
Sñor Pintado
¿Es usted el negro de Nazaré Lascano o bien es ella la que le escribe a usted?

Si es usted su agente no se puede hacer peor, si es su amante no se puede hacer peor, si no la conoce siquiera enhorabuena por el hurto constante.

En una consulta a mi librero de guardia le expliqué lo que ocurría en su blog y le pedí que me resolviera mis inquietudes con su Nazaré. El librero, que se llama Andrés y es argentino, me indicó lo mal que escribe el castellano de allá la Lascano, las fastidiosas faltas en su acentuación, pero también me dijo que reconoce a  una porteña aunque se falsee o autofalsee, en definitiva que ella es la negra y usted el gorrón.

No me tenga en cuenta los reproches y saque mas recortes, húrtelos, róbelos, pero publique por favor.

Salud.

Joaquín D.

jueves

Tratando de saber

Tomamos por costumbre ir al cine juntas.

Quedábamos en una cafetería cerca de su casa, ella siempre llegaba después que yo y a mí me encantaba imaginármela llegando acalorada, con las mejillas coloradas, jadeando una excusa y recogiéndose el pelo.

Apenas llegaba, yo pagaba al mesero y corríamos a la sala. A veces nos poníamos separadas en la cola y nos indicábamos con los dedos la sala que preferíamos. Después de discutir casi siempre ganaba ella y la primera en entrar guardaba una butaca poniendo encima una prenda de ropa.

En una ocasión en que yo entré primero ella no aparecía, la esperé inquieta, girándome cada vez que pasaba alguien a mi lado, tuve que decir en varias ocasiones que la butaca estaba ocupada y el acomodador se llegó a pedirme que si estaba sola dejara libre el asiento de mi derecha.

Cuando apareció la sala ya estaba a oscuras, entró recogiéndose el pelo, muy acalorada y jadeando una excusa. 

Me pasé toda la proyección mirándola, tratando de saber. 

Nazaré Lascano, Cuentos de Parque Chas

Conocer a Ana

Richy L. oct. 12th, 2021 at 02:18 to: robertopintado@hotmail.com


Solo decirle, Roberto, que ya que no nos deja conocer a Lascano al menos publique una foto de Ana Genovese. 


Hoy me la he imaginado llamando al fijo de mi casa y preguntando por mí a mi mujer ¿puede haber algo más excitante?
Sé que no lo va a hacer, pero continúe por favor copiando y pegando la historia de Ana, porque quiero conocerla.

 
Buenas noches y buenos sueños.


Richy


miércoles

Ascendente escala cósmica

A continuación encontrará usted una selección de microgramas y poesías del escritor ecuatoriano Jorge Carrera Andrade. 

Junto a la creación del poeta, va usted a realizar la suya propia.

Usted puede percibir que, en muchos casos, el poeta dialoga con los objetos, otras los define, a veces, resalta cualidades especiales de ellos y en otros casos, nos propone metáforas, todo ello pensando al ser humano y los elementos de la naturaleza, como notas de un coro cósmico en el que todos entonamos un son.

Jorge Carrera Andrade nos dice: "descubrí que los seres feos cumplen también, a su modo, una tarea bella, y que el sapo, el moscardón, el gusano, son otras tantas cifras de la clave secreta del Universo. La nieve animada del flamenco, la misantropía vegetal del cacto, el trabajo oculto de la oruga en el árbol, me condujeron, en ascendente escala cósmica, a descifrar el alfabeto de los pájaros, altos signos que mantienen el orden espiritual del planeta".

Jerson Oña

martes

Ana Genovese

— Dígale a Antonio que esta tarde no podré verle.


No era fácil acertar con el nombre pero a veces tenía una fuerte intuición y arriesgaba, si ganaba era como un torpedo en medio de la sala de máquinas.

 
Notaba la duda al otro lado del teléfono. Afuera llovía con intensidad, las gotas golpeaban los hierros del balcón y la tarde se oscurecía por momentos.


— ¿Quién es usted?
— Soy Ana, él ya sabe.


El tono de la esposa cambiaba, pasaba a ser oscuro, un poco grave y un poco ahogado.


— ¿Qué Ana?
— Ana Genovese, él ya sabe.
— ¿Genovese? ¿De qué conoce a mi marido señorita?
— No importa de que lo conozco, solo dígale, por favor, que esta tarde no puedo verle.


Nazaré Lascano, Cuentos de Parque Chas


Abandonando la cancha

Hice que se le quemara la pizza. 

Se lo dije después, cuando fuimos amigas.

— Me caías muy mal e hice que se te quemara la pizza.
— Lo recuerdo, era fin de semana y el restaurante estaba hasta arriba cuando te colaste en la cocina.
— Empecé a gritarte como si estuviéramos en medio de una comedia italiana.
— Supe quién eras desde que entraste por la puerta.
— ¿Por qué lo supiste? No te dije nada del viejo ni de vos.
— Él entraba igual en los sitios cuando hacía comedia.
— ¿Me parezco a él?
— Cuando hacés comedia eres igual que él.

El restaurante se llenó de humo, saltó una de las alarmas y un grupo de pibes empezó a aullar imitando el sonido de la sirena. Yo solo pretendía montar una escena controlada, envuelta de harina y con el ruido de las cacerolas cayendo por el suelo. 

Salí de allí en medio de un barullo tremendo, con la gente silbándome como a un jugador del equipo contrario abandonando la cancha.

Nazaré Lascano, Cuentos de Parque Chas

lunes

Souvenirs

Estuve trabajando unos meses, durante todo un verano, en una tiendita de souvenirs cerca de la playa.

Una pareja mayor me alquiló una pieza con vistas al mar. Era más de lo que había soñado, lejos de casa y mirando al mar.

Además aquel trabajito era ideal, no requería esfuerzo y veía gente con la que no tenía que tener una relación después de darles el cambio. Todo se reducía a cinco minutos, nuestras vidas se cruzaban y ellos regresaban a su mundo y no volvían nunca.

Está claro que todo lo que se vendía eran cosas infames, algunas de mal gusto y otras absurdas, destinadas al trastero, a la basura o, en el peor de los casos, a una baldita del mueble bar del salón.

Yo me veía como una especie de pastora de la nada, allí dentro criábamos especímenes para un zoo de cristal dispuesto al polvo y a la melancolía. 

Yo miraba con curiosidad a los clientes y pensaba en cómo sería la vuelta a casa de esa pobre gente vestida de veraneantes, cargados con ceniceros de plástico, llaveros que imitaban anclas, figuritas de cristal con formas de animales marinos, termómetros incrustados en casitas de pescadores, abrebotellas, platos o imanes para la nevera. 

Me los imaginaba sacando todo aquello del fondo de la maleta, desenvolviendo el paquetito envuelto en el papel rojizo con el nombre de la tienda y suspirando de tristeza al ver la figurita de un delfín con las aletas lacadas en verde marino.

En ocasiones les metía sin que lo vieran algún objeto inútil más que les hiciera preguntarse, a la vuelta, quién había comprado aquello o a quién se lo tenían que regalar.

La tienda pertenecía a un hombre mayor, pero siempre tenía una dependienta  y, según decían, siempre muy joven. A mí me contrató sin conocerme, llamé al teléfono que indicaba un anuncio de un periódico local y me dijo que tenía una dulce voz.

A penas lo veía, por las mañanas no aparecía nunca por la tienda y pasaba las tardes visitando los bares del puerto y del paseo marítimo. Se llamaba Luis, siempre volvía a la hora de cerrar, aunque estuviera muy bebido y solo tuviera fuerzas para guardar el equilibrio y coger la plata de la caja. Después se marchaba dando tumbos y yo cerraba la persianita metálica como si realmente necesitara proteger aquellos tesoros.

Nazaré Lascano, Cuaderno español