jueves

Inabarcable e inasumible

Tardé en salir de la lavadora, no porque supiera que fuera me observaban sino porque allí dentro me sentía segura y fuera de ese tubo el mundo se me hacía inabarcable e inasumible.

Pero como todo lo que es inevitable acaba tomando forma yo también tomé forma de mujer saliendo de aquella máquina con aspecto de recién nacida, oliendo a jabón, con la cabeza dando vueltas y el estómago rugiente.

Los polis pudieron verme deambular por la casa con mi cuerpo blandito, buscando algo que llevarme a la boca. Cualquier movimiento suponía un esfuerzo tremendo y cuando terminé de preparar un tazón lleno de cereales, ya no tenía fuerzas para coger la cuchara.
 
Comí como pude, casi tumbada sobre la mesa de la cocina, estaba segura de que estaba ofreciendo un espectáculo lamentable y que los polis deberían estar viéndome con los ojos muy abiertos, con una actitud entre la curiosidad y la lástima, entre el morbo y la pena por verme así, recién nacida, recién aparecida tras tantos días dentro de aquel agujero.

Nazaré Lascano, Cuentos de Parque Chas

Cabezas de pescado

Colarse en una casa con conserje era uno de los deseos húmedos de Enrique. 

Después de varios fracasos, un lunes por la mañana se vistió con un uniforme de una cadena de supermercados, puso en una cesta una bolsa llena de cabezas de pescado y entró en una finca del centro, uno de esos portales con puerta de hierro fundido y entrada con plantas artificiales y mármol rosa.

Le encantó lo de las plantas.

El portero estaba entrando en su cuarto llevando un cubo y una fregona en la mano derecha. Enrique habló primero.

— ¿Los señores Martín?
— ¿Qué Martín?

El conserje dudó un instante, y Enrique temió que no hubiera un solo Martín en el edificio, pero sacó una nota de su bolsillo e hizo como que la leía para darse confianza.

— Los Martín ¿No sabes dónde viven?
— Sí, sí sé, solo que hay dos Martín.
— Solo conozco a la esposa, a la rubia, es la que encargó esto.

El portero sonrió recordando a la rubia.

— Ah, la rubia es la del quinto.
— Sé que es la del quinto, avíselos por favor.
— Sí, ahora les llamo.

El portero dejó el cubo y la fregona junto a la puerta de su cuartito y Enrique vio como tomaba el telefonillo y marcaba la tecla del quinto E. Después de unos segundos colgó el auricular y salió del cuarto.

— Los señores Martín no están en casa.
— Debo dejarles el pedido, la señora Martín dejó claro que quería que se lo dejara esta misma mañana.
— Puede dejarlo aquí y yo se lo daré cuando vuelvan.
— Imposible, traigo productos perecederos muy caros, tendrá que abrirme la puerta de su piso y yo mismo se lo dejaré en su frigorífico.
— No puedo hacer eso.
— ¿Cómo? ¿No tiene llave de los pisos?
— Sí que tengo pero no puedo hacer uso de ella más que con el permiso de los propietarios o en situaciones de emergencia.
— Este pedido está en una situación de emergencia, créame.

El conserje empezó a dudar.

— ¿No puede venir más tarde, cuando ellos estén?
— ¿Cuándo es más tarde?
— A mediodía ya estarán de vuelta.
— ¿A mediodía? Imposible. Suba conmigo y ábrame la puerta, solo será un momento y nos evitaremos muchos problemas.

El portero decidió subir con Enrique, juntos entraron en una casa silenciosa, con el suelo enmoquetado y las paredes con pequeños cuadritos de paisajes al óleo, y se dirigieron a la cocina. Allí enrique sacó la bolsa llena de pescado y la metió en el frigorífico, después cuando el portero se despistó apagó el frigorífico. 

Enrique y el conserje bajaron juntos en el ascensor, Enrique le dio las gracias y se marchó, las manos le olían a pescado.

Nazaré Lascano, Cuentos de Parque Chas



miércoles

Una investigación perezosa

Escribir dentro de la lavadora no está tan mal, es cierto que si lo haces a mano, sobre papel, los folios se mojan y el papel mojado siempre da lugar a historias incómodas, demasiado fuera del tiempo y a las que hay que buscarles asideros falsos con la realidad.


La humedad, además, lleva consigo recuerdos muy antiguos, algunos vergonzantes aunque no sean propios.


Eso me debió pasar cuando desde el cilindro de la lavadora traté de entender el secuestro de Gina, su adaptación al hoyo y la investigación perezosa de Darío Varona.


Nazaré Lascano, Cuentos de Parque Chas


Mire a los lados

Para avisar de ese barajar la realidad que hacen los semáforos, Enrique colocaba carteles en los que ponía "Work in progress" en letras mayúsculas y, debajo: "Mire a los lados, el azar está en marcha".

Otras veces colocaba un cartel parecido en las puertas de los portales en los que se colaba, estos los acompañaba de números de teléfono, ternas de números entre los que camuflaba el suyo propio. 

Después se sentaba en una terraza y esperaba la llamada.

Nazaré Lascano, Cuentos de Parque Chas


Un dios ciego

Entre sus aparatos favoritos estaban los semáforos. Enrique decía que eran máquinas maravillosas que marcan nuestras vidas como ninguna otra.

"Rojo y te paras", "Verde y pasas", pero también puedes pasarte el rojo o parar en el verde. Si lo haces todo cambia, y si no lo haces es el semáforo el que decide sin saber quién eres, dónde vas o con quien te vas a cruzar ¿no es maravilloso?

El semáforo es como un dios ciego dando cartas. Por eso, a veces, Enrique tiene que intervenir y forzar aún más, un poco más el azar.

Nazaré Lascano, Cuentos de Parque Chas

Extremadamente antinatural

Joana Yurineva sabe, por su trabajo como actriz de fotonovela, que para que todo resulte creíble en la ficción tiene que ser extremadamente antinatural en la puesta en escena.

Atendiendo a esta premisa hace unas declaraciones altisonantes delante del inspector a quien miente de forma exagerada y al que solo dice la verdad en asuntos demasiado escabrosos. 

Darío Varona queda tan desorientado tras su primer encuentro con Yurineva que enseguida es consciente de que tiene que buscar el hilo del caso antes de perderlo definitivamente y convertirse en un inspector mal dibujado de una novela por entregas.

Nazaré Lascano, Cuentos de Parque Chas

martes

Simple melancolía

Siempre quedaba con ella al final de alguna calle y ella a menudo equivocaba la calle o, a veces, yo la esperaba al final y ella me buscaba en la entrada.


Igual ocurría en las estaciones del metro, en las terrazas de los bares o en los bancos de cualquier parque.


Cuando pasaba demasiado tiempo y Snail Girl no llegaba yo salía a buscarla, a pesar de que sabía que era un error, que lo único acertado es quedarte en el mismo lugar y esperar pacientemente. Solo así tienes alguna oportunidad.

Es por eso que sigo aquí esperando, sin moverme. Por eso o por simple cansancio, o simple pereza, o por melancolía.

Terry Salgado

Aquellos problemas

Mis problemas, durante aquella época se centraban en buscar buenas excusas para pasar tantas horas fuera de casa y, sobre todo, para justificar ante mi madre que ahora me gustara usar falda y que volviera a casa con las piernas limpias y la ropa llena de manchas de barro.


Nazaré Lascano, Cuentos de Parque Chas

Palimpsesto

El barro a veces dibuja formas en las piernas que se confunden con lunares, si son circulares, o con cicatrices si tienen forma de espina.


Yo procuraba ir a casa del pocero con las piernas desnudas para que el barro dibujara en mí lo que creyera necesario. Así, a veces, llegaba con símbolos inexplicables en los tobillos o con letras latinas bien dibujadas en las rodillas, en otras ocasiones llevaba raspas en los muslos o mapas de las fases lunares entre la rodilla y la corva.


El pocero las examinaba con mucho cuidado, leía cada manchita moviendo los labios y se mesaba los cabellos o se tocaba la barba si no entendía qué hacía tal mancha aquí cuando debía estar allá. Después, cuando terminaba, comprobaba que el agua del barreño estaba caliente y me hacía meterme en el agua para seguir leyendo.


Nazaré Lascano, Cuentos de Parque Chas




Santa Susana

— ¿Qué hace un hombre con unas manos tan grandes jugando con cartas tan pequeñas?
— La adivinación es una cosa muy grande, se necesitan manos grandes.
— ¿Eres adivino o pocero?
— Soy un pocero que a veces adivina cosas.
— Todos adivinamos cosas a veces.
— Pero yo sé cuándo adivino algo.
— ¿Seguro? Ponme un ejemplo.
— Adiviné que la santa del espejo engañó a todo el mundo.
— ¿La santita?
— No era tan santita.
— ¿No murió martirizada defendiendo su virginidad?

El pocero niega con la cabeza.

— Engañó a todos los que la conocían y siglos después a los que escribieron sobre ella.
— ¿Cómo lo sabes?
— Hablo con ella a menudo.
— ¿A través de las cartas?
— Con las cartas me avisa, después hablamos a través del espejo.

Nazaré Lascano, Cuentos de Parque Chas

Revertir en santidad

Había tardes en las que yo entraba sola en el dormitorio y me dirigía directamente a la santita y veía cómo ella me miraba con tristeza mientras que a Lupe siempre la miraba con soberbia. 

Yo hubiera preferido que me tratara como a Lupe y que no me pidiera, cada vez que me reflejaba en su espejo picado, que mirara más al cielo y menos al fondo de la tierra.

Ojalá entonces hubiera tenido a la santita más lejos y en otros momentos hubiera estado más cerca, ojalá me hubiera visitado años después y me hubiera contado, mirándome con esos ojos arrebatados, cómo se hace para revertir cualquier asunto humano en santidad.

Nazaré Lascano, Cuentos de Parque Chas


lunes

Fundación

Suponíamos que alguien que vive bajo la tierra debía conocer secretos que los que caminamos por la superficie ni imaginamos.

Quizás ni siquiera suponíamos nada, quizás todo un fue un juego de niñas, pero era cierto, allí abajo estaba todo, presente y pasado comprimido en estratos, piedras que portan el peso del tiempo, corrientes de agua que llevan directamente al comienzo de la vida. 

El pocero conocía cada corriente, el origen de cada curso de agua, y calculaba donde se abría un manantial. Sabía donde buscar y era capaz de cavar durante horas hasta que llegaba a su destino. Después salía agotado, sin una sonrisa de regalo, con las manos ardiendo y la cara y el mono de trabajo llenos de barro. 

Ese era el momento fundacional.

Nazaré Lascano, Cuentos de Parque Chas

Una carta descubierta

Y eso era yo, y eso fui durante tanto tiempo, una carta descubierta en medio de un mazo inabarcable, un naipe expuesto en medio de un tapete de una mesa de juego. 

Una carta brillante bajo la luz fluorescente de una timba en una habitación cerrada de un apartamento situado en un bloque caótico, al final de una calle de un barrio laberíntico, en una ciudad inmensa de un país cualquiera.

Nazaré Lascano, Cuentos de Parque Chas

Una gota de mar

En realidad eran más importantes las cartas ocultas que las que aparecían, los naipes que dejabas que los que elegías, los que se quedaban en el mazo que los que salían a la superficie y se veían expuestos sobre la mesa.

Esa era la clave de aquel juego adivinatorio, ser consciente de que todo está por debajo, que casi nada sale a la superficie, que lo poco que emerge es como una gota de agua del mar en el casco de un barco, como una palabra arrancada a un libro en medio de los miles de volúmenes de una biblioteca, como un grano de arena pegada a sus botas.

Nazaré Lascano, Cuentos de Parque Chas


domingo

Dos piezas

Como trasunto o metáfora de la bipolaridad, Darío Varona camina por la calle llevando en el bolsillo de su americana fotografías en buen papel de anónimos desaparecidos mientras en la morgue siguen enfriándose cuerpos sin nombre.

El mecanismo de acción no pinta bien, por un lado Darío podría cotejar cada una de las fotografías con cada uno de los cuerpos del depósito. Pero en en el hipotético caso de que coincidieran no tendrá más que un significante y un significado vacíos ambos de contexto, es decir, seguirá sin saber nada tras armar un puzle que solamente deja al descubierto dos piezas.

Nazaré Lascano, Cuentos de Parque Chas

Santa mirada

En la esquina superior izquierda del espejo, encajada en el marco, había una estampa de una santa, una reproducción en colores desvaídos de una pintura al óleo que se estaba empezando a curvar por la única esquina por la que no estaba sujeta, la inferior derecha.

Aquella estampa llamaba mi atención en muchos momentos. Algunas veces, acostada sobre las sábanas, veía a la santita de papel con su mirada suplicante y arrobada mirando hacia el techo del cuarto como si me indicara algo. Yo, claro, miraba pero allí arriba no había sino un techo encalado y desconchado, con pedacitos de cal medio desprendidos, a punto siempre de caer.

Estaba convencida de que al otro lado del espejo sería la santa la que estaría acostada en la cama de un pocero mirando una foto mía encajada en el marco del espejo.

Santa mirada.

Nazaré Lascano, Cuentos de Parque Chas


sábado

Más insignificancia

La insignificancia, amigo mío, es la esencia de la existencia. Está presente en nosotros, en todas partes y en todo momento. 

Hay que aprender a amarla, es la clave de la sabiduría, la clave del buen humor.


Milan Kundera

Caminos de tierra

— Has cambiado las sábanas pocero, eso es que has tenido visita.

El pocero sonreía, o seguía con lo que estuviera haciendo sin responder, pero Lupe insistía.

— Hoy no hay tierra en la cama, si no me dices algo me voy a poner celosa.
— ¿Te gusta que haya tierra?
— Me gusta, conozco cada camino y cada surco y así sé que no ha pasado nadie por allí.

El pocero me miraba pidiendo ayuda de forma muy discreta, como alguien que se ahoga y apenas mueve los brazos, pero a Lupe eso le hacía gracia y seguía adelante.

— ¿A ti qué te parece Naza?
— ¿Sobre las sábanas? No sé, no me he fijado.
— ¿No te has fijado que están recién cambiadas?
— Bueno, mejor ¿no?
— ¿Cómo mejor? Sin tierra esta cama no es nada.
— ¿Nada?
— Peor que nada, ahora es una cama vulgar.

Nazaré Lascano, Cuentos de Parque Chas

Diálogos con Naza XI

— De niña era muy mentirosa.
— ¿Fantasiosa?
— Fantasiosa después, sobre todo era mentirosa.
— ¿En qué mentías?
— En todo. En el colegio, en una ocasión, le dije a la maestra que mi madre se había ido de casa, la pobre no supo cómo reaccionar y me iba haciendo preguntas inocentes para tratar de enterarse qué había pasado, si se había separado de mi padre o se si había ido para siempre.
— ¿Cómo acabó la mentira?
— Las mentiras las tapaba con otras mentiras, de forma natural, construyendo una encima de la otra, como si fueran piezas de Lego.
— ¿Y aquí? ¿Qué mentira fabricaste sobre esa?
— Un día dije que mi padre se había ido con otra mujer.
— ¿Sí? ¿Y la maestra?
— La maestra tuvo la mala idea de preguntar con quién. Y yo, con toda normalidad le dije que con la señorita Teresa.
— ¿Quién era?
— La maestra del otro grupo. Una mujer muy guapa que yo sabía que mi viejo miraba con ojos de cordero degollado.
— (Risas) Y se descubrió todo supongo.
— Sí se descubrió lo de mi viejo con la señorita Teresa.

Nazaré Lascano, Cuentos de Parque Chas

viernes

Las normas del solitario


Había un solitario que me provocaba mucha curiosidad. Cuando el pocero estaba enfrascado en él no nos miraba, apenas saludaba con un murmullo y volvía a sus cartas, a toda la baraja esparcida por la mesa con la única compañía de la botella de licor en una esquinita.

Cada vez que barajaba y sacaba cartas la combinación era única, también las reglas, que cambiaban según la disposición de los naipes y cuando retiraba uno las normas volvían a tomar ligeras variantes.

Cuando le pedíamos que nos explicara cómo se jugaba solo decía que no era un juego y que, igual que ocurre con los días, no había normas rígidas más allá de que amanece por la mañana y el sol se pone a última hora de la tarde.

Nosotras llegábamos a su casa poco antes de esa última hora, Lupe trataba de distraerle, le cogía la botella, le soplaba en la nuca o le besaba en el cuello, y cuando giraba la cabeza le robaba alguna carta o la cambiaba de lugar. El pocero sabía enseguida si había habido algún cambio en el solitario, pero no decía nada.

Sabía que aquello ya no era un solitario, o que era un solitario entre tres.

Nazaré Lascano, Cuentos de Parque Chas

As de copas

 

Si se echan las cartas para una joven y a esta carta sigue el caballo de bastos, le pronostica la próxima partida de su amante.


Al lado del rey de copas, también al revés, que le harán caricias pérfidas y engañosas.


Nazaré Lascano, Cuentos de Parque Chas

Lo que nunca será

Aunque no fuera un tarotista, el pocero podía saberlo todo de ti con una sola carta de la baraja. No explicaba cómo eras o qué te esperaba en el futuro, su carta hablaba de lo más oscuro, de lo que podría haber sido, también de lo que podrá ser y nunca será.

Durante unos segundos pasaba su mano rugosa por el revés del naipe, miraba cada manchita, cada arruga, cada doblez, después pedía que tomaras la carta y antes de verla le dijeras cuál pensabas que sería. Sólo cuando no sabías continuar pedía que le dieras la vuelta y dijeras qué figura habías elegido. 

Tras la explicación yo sentía una especie de nostalgia profunda, de vergüenza por actos que sólo había imaginado o que estaba a punto de cometer.

Cuando terminaba de explicar el naipe decía ¿quieres sacar otra? 

Les aseguro que solo podías decir no.

Nazaré Lascano, Cuentos de Parque Chas

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jueves

El castillo de naipes

Otras veces, cuando Lupe y yo llegábamos a su casa, estaba en medio del comedor, muy  concentrado haciendo un castillo de naipes. 

Nosotras entrábamos como dos locas, con el ritmo y el barro del mundo exterior, pero allí dentro había otro tempo, y el pocero nos pedía calma con su mano abierta, sin retirar la mirada del castillo.

La textura de los naipes, el que estuvieran viejos y tuvieran una especie de pátina de tiempo permitía aquellas construcciones tan complicadas, de varios pisos y llenas de estancias laberínticas que podíamos observar levantando con cuidado parte del tejado.

Solo podíamos retirar alguna carta con su permiso.

— Chiquita, si retiras esta carta podrás ver lo que ocurre dentro de la casa.

Y así era, allí dentro estábamos la sota de copas, el rey de bastos y la sota de espadas.


Nazaré Lascano, Cuentos de Parque Chas

La condición extraordinaria

El pocero tenía una baraja española guardada en un cajón de un pequeño aparador situado en medio de una de las paredes del comedor. 
La pared era grande, lisa, pintada de un azul claro que recordaba al cielo que nos cubría. 

Siempre pensé que aquella pared reflejaba exactamente el cielo que en esos momentos teníamos sobre nuestras cabezas. Por desgracia nunca lo comprobé, la imaginación se me iba detrás de esa baraja que el pocero sacaba del cajón con el mismo gesto con el que el cura saca la hostia del sagrario.

Era una baraja gastada, algunos naipes tenían pequeñas manchitas negras y arrugas que permitían identificar cada carta aunque estuviese del revés. 

El pocero podía jugar una partida con las cartas vueltas, podía hacer cualquier cosa con las cartas vueltas, seguramente —pensaba yo durante aquellos días— debido a su trabajo, a esa especie de condición extraordinaria de hombre de tierra.

Aquel hombre era la demostración de que Dios había hecho a los hombres de barro, lo que no supe hasta entonces es que les había dado la facultad de vivir en medio del azar.

— Chiquita, saca una carta.

Entonces yo cogía un naipe del mazo de cartas gastadas, lo miraba con cuidado y lo apretaba contra mi pecho para que él no lo viera.

Nazaré Lascano, Cuentos de Parque Chas




Una llamada amistosa

Una noche Jorge me llamó por teléfono, fue una llamada amistosa pero extraña. Se interesaba por cómo estaba, si a la mañana siguiente trabajaba, si aún estaba leyendo a esas horas y si había cenado bien. Yo le fui respondiendo a todo a pesar de que estaba ya en la cama, de que me había despertado y de que me caía de sueño. 

Pasaron varias semanas hasta que otra noche en la que los dos estábamos en la cama haciendo el amor Jorge paró de repente, salió de la cama y se fue hasta el teléfono. Desde la puerta del dormitorio pude oírle llamar a una mujer a la que le preguntaba cómo estaba, si a la mañana siguiente trabajaba, si aún estaba leyendo a esas horas, si había cenado bien.

Nazaré Lascano, Cuentos de Parque Chas

Exégetas

Pensaba, estaba segura, de que alguien escribiría en algún momento la historia sagrada del pocero. Sentía en el alma que yo no podría hacerlo y sentía también ser solo parte secundaria de unos versículos que no sabía cómo interpretarían los exégetas ni como explicarían los predicadores.

Mientras se calentaba el agua del barreño pensaba en estas cosas, también mientras bebía de la botella de cristal tallado y mientras oía como el pocero buscaba toallas en el armario de su alcoba, un armario viejo, de madera desvencijada cuya puerta chirriaba como debe hacerlo el fondo de la tierra. 

Me levanté y me acerqué para ver más de cerca lo que escribirían futuros evangelistas que aún no habían nacido. Vi la puerta del armario entornada, vi un espejo lleno de picaduras que reflejaba su cabeza de cabellos enmarañados buscando entre la ropa revuelta.

Si pasas a través de un espejo picado las posibilidades de vuelta se reducen a la mitad.

Nazaré Lascano, Cuentos de Parque Chas

miércoles

La corta eternidad

Después del accidente, los cuerpos de H. y de Linda Firenze han quedado tendidos boca arriba en el arcén, sobre la gravilla. 

Momentos antes de despertar H. nota la luz del sol sobre sus ojos, siente el calor del mediodía y ve una especie de firmamento rosado que le envuelve y en el que podría quedarse siempre. 

Si esta es la eternidad, piensa, no es para tanto.

Nazaré Lascano, Cuentos de Parque Chas

El disparo

El disparo sonó seco, lejano, como un neumático reventando en la calzada de la avenida.

Al oírlo, H. soñó que conducía un coche por la autopista y la rueda delantera derecha reventaba.

Era un día de verano, muy luminoso, a su lado iba Linda, con un vestido corto y blanco con bordados de flores rojas, minúsculas. Ambos sonreían, en la radio del coche una voz femenina anunciaba la próxima canción y olía a café porque Linda acaba de abrir un termo que esa misma mañana había preparado para el viaje.

Siempre tomaban café con leche en el coche cuando viajaban, alguna vez se había vertido un poco sobre la tapicería y las manchas eran un recuerdo feliz de aquellos viajes.

Al reventar la rueda derecha, H. giró el volante de forma intuitiva a la izquierda, el coche dio un bandazo brusco y el café con leche salió del termo derramándose en varias direcciones, después, al desplazarse el vehículo a la izquierda, H. volvió a girar a la derecha para evitar invadir el carril izquierdo, entonces el coche se salió al arcén y H. pisó el freno hundiendo el pedal hasta el fondo.

H. despertó, no sabía si estaba en el hospital, en casa o en medio de la carretera. Cuando consiguió entender que estaba en su cama se levantó a toda prisa, cogió su bolsa y buscó la pistola. 

Nazaré Lascano, Cuentos de Parque Chas

Cerca del alma

En mi época triste, cuando ocurrió lo de Roma, yo empecé a tener nostalgia de algunas chicas a las que conocí hace años. De la mayoría no recordaba más que su nombre, alguna prenda de ropa de invierno o alguna falda de verano. Puede que también recordara su olor, pero los aromas no quedan en la memoria con la ligereza de las imágenes, están mucho, mucho más adentro, cerca del alma.

Por alguna razón, quizás por desidia o de pura tristeza, comencé a recordar a esas chicas en voz alta. Lo hacía en cualquier momento, incluso cuando estaba con Snail Girl, incluso cuando estaba en la cama con Snail Girl. Ella, claro, no decía nada, pero se llenaba el alma de todos esos momentos que después pasarían a ser recuerdos para ella, como aquellas chicas desaparecidas de mi vida lo eran para mí.

Terry Salgado

Tristes anónimos desaparecidos

En los archivos de la policía hay cientos de fotografías. La mayoría tienen nombre y apellidos, pero hay otras que o bien han perdido la filiación o nunca la tuvieron.

Si un inspector cualquiera, Darío Varona, por ejemplo, toma una de esas fotografías anónimas, la guarda en el bolsillo de su americana, sale a la calle con ella e inicia una investigación, está abriendo un caso falso que puede tener un final verdadero. No un final feliz, quizás ni siquiera un final, una etapa, quizás, un momento caliente en el que esa foto tenga nombre y se sepa quién ha desaparecido, dónde o incluso por qué, aunque nunca más se le encuentre la pista.

Otras veces se encuentran pistas muy poderosas, caminos que se despejan y abren otros caminos, y la investigación se hace densa y emocionante como una buena novela policiaca. Esos casos son los peores porque el inspector acaba convirtiéndose en un personaje y necesita poner en marcha mecanismos del relato que dan lugar a episodios delirantes que llevan a que el caso se convierta en una madeja de malas decisiones con más literatura de la necesaria.

Darío, que ni confía en las fotografías ni se consideraba un inspector de novela, acabó siendo un policía de relato corto y sincopado y, de nuevo, salió perdiendo, él y cada uno de sus tristes-anónimos-desaparecidos.

Nazaré Lascano, Cuentos de Parque Chas


Humus de palabras









Care Santos, Los que rugen

 

martes

Gente que se extravía

— A veces la gente sólo se extravía.
— ¿?
— Sí, se extravían y ya. No los asesinan, ni los secuestran.
— Quieres decir que se pierden.
— La gente se pierde en muchas ocasiones.
— ¿Y cómo sabéis que se han perdido y no les ha pasado nada malo?
— Preguntando a sus familias, a sus parejas, a los que les buscan.
— ¿Y viendo su casa?
— Viendo su casa, su habitación, su despacho, su cocina... su espacio es definitorio.
— ¿Qué es lo que ves exactamente?
— No es nada exacto, es un cúmulo de cosas.
— ¿Y sus fotos?
— ¿Las fotos de los desaparecidos?
— Sí, ¿son importantes?
— Las fotos son lo peor. Nunca dicen nada de nadie.
— ¿Lo dices en serio?
— ¿Tú has visto esas películas en las que un investigador lleva en la mano la foto de alguien a quien está buscando?
— Claro.
— No tiene sentido.

Nazaré Lascano, Cuentos de Parque Chas

Un coche blanco

Cuando H. se ha quedado dormido Linda ha entrado en el dormitorio. No pensaba hacerlo, pero lo ha oído roncar de esa manera, intensa, profunda, que indica que no se despertaría ni con un terremoto.

Es por eso que se ha atrevido a abrir el armario, quitar la ropa que hacía de camuflaje y sacar la bolsa de deporte de H. La ha llevado con cuidado hasta la cocina, que es el punto más alejado de la casa, la ha puesto sobre la mesa y la ha abierto.

Allí, en medio de un rebujo de camisetas y calcetines, estaba la pistola, Linda la tomó en sus manos y la acarició como si fuera un gatito. Después se la pasó por la cara y por los labios. Por último fue con ella hasta el balcón y salió al exterior. 

Desde allí arriba podía ver los coches pasando por la avenida, apuntó a uno de color rojo, después a otro, rojo también y, finalmente, a uno blanco y disparó.

Nazaré Lascano, Cuentos de Parque Chas

Lo crudo

La tarde en la que fui sola a casa del pocero no llovía, el autobús me dejó a las afueras, es fácil, caminas por la avenida hasta que llegas a un alto, los bloques de casas terminan de repente y de repente estás en el campo. Se acabó la ciudad, se acabó lo cocido, llega lo crudo.

El pocero era lo crudo, era sábado por la tarde y yo había salido de casa con alguna excusa, no era necesario pero sentí que debía excusarme por salir de la ciudad, caminar por la carretera, después por el campo, pisar la tierra húmeda, los surcos, oír a los perros, ver arbolitos de los que desconocía su nombre.

Llegué, como siempre con los pies llenos de barro, pero esta vez no tenía preparados los barreños. Se extrañó de verme, buscó a Lupe con la mirada, pero no preguntó, solo se apartó, abrió las cortinas que tapaban la puerta y caminé hasta el salón.

— No os esperaba tan pronto.
— No teníamos pensado venir.
— ¿Y tu amiga?

El pocero nunca nos llamaba por el nombre, ninguno nos llamábamos por el nombre.

— No sé, no la he visto hoy.
— Como no os esperaba no tenía preparados los barreños.
— No importa, ¿qué hacías?
— Nada, bebía.

El pocero olía al licor, olía dulce, acerqué mi cara a su boca.

— Huele bien.
— Iré a por una copa.
— ¿Bebías a morro?
— ¿Qué?
— Yo también puedo beber a morro.

Cogí la botella y bebí un trago. El licor pasó por mí garganta y continuó bajando marcando cada milímetro de mi interior.

— Tienes las piernas llenas de barro, iré a por el barreño.
— Bueno.

Me imaginé dentro del barreño.

— Aunque tendremos que esperar a que se caliente el agua.

Nazaré Lascano, Cuentos de Parque Chas


Un hastío no vergonzoso

Me aburría mucho, pero era un hastío agradable y no vergonzoso como con la gente de París. [


Las vacaciones eran una enorme mancha amarilla y lánguida.


Françoise Sagan, Una cierta sonrisa

lunes

La escena del beso

Los besos de cine y de teatro son distintos. 

Linda Firenze tuvo que aprenderlo porque solo conocía los de película.

El director de casting le preguntó si podría interpretar una escena en la que una mujer casada tiene que besar a un inspector de policía que busca pruebas como el cadáver de un ahogado busca tierra firme. A Linda le horrorizó la imagen del ahogado, pero dijo que sí. 

Apartada en una esquina poco iluminada del escenario Linda tenía que preparar café en una cafetera italiana, después debía esperar a que empezara el borboteo, solo en ese momento el inspector podía besarla, ella, su personaje, no lo sabía.

Varios actores optaban a ser ese inspector. Linda los veía llegar, ponerse delante del equipo de casting y responder a preguntas personales, después debían interpretar la escena del beso con ella. Cuando los aspirantes se giraban y la veían sonreían, después empezaban a recitar su texto de forma demasiado rápida y cuando el café empezaba a salir de la cafetera tomaban a Linda de la cintura, hacían que diese media vuelta y la besaban en los labios.

Todos recitaron el mismo texto, pero cada uno lo hizo de forma tan distinta que parecía que interpretaran obras diferentes. En cuanto a los besos, ninguno le supo igual.

Nazaré Lascano, Cuentos de Parque Chas


Relamido

— ¿Encerraste a Dissimo?
— Sí.— Darío asiente sin pasión, casi sin ganas.
— ¿Te arrepientes?
— Ahora sí, claro.
— ¿Y en aquel momento? ¿lo viste claro?
— Lo vi claro yo y lo vio claro el juez, yo no decido.
— ¿Le entregaste pruebas falsas?
— Bueno, si sabes que hay un culpable y para meterlo en la cárcel necesitas pruebas las consigues.
— Ya, lo malo es si no es culpable.
— Ya, ya, pero es parte del riesgo, nadie dice nada cuando metemos en la cárcel a gente muy jodida, con pruebas del tipo que sean.
— La ficción es más importante que la realidad.
— Son lo mismo, se necesitan.
— Puede decirse que prostituyes a la ficción.
— No se te ocurra escribir eso.
— ¿No te gusta?
— Es relamido, es cutre y da asco.

Nazaré Lascano, Cuentos de Parque Chas

domingo

En la confusión del pánico

Cuando se restableció la calma, no quedaba en el pueblo uno solo de los falsos beduinos, y quedaron tendidos en la plaza, entre muertos y heridos, nueve payasos, cuatro colombinas, diecisiete reyes de baraja, un diablo, tres músicos, dos Pares de Francia y tres emperatrices japonesas. 

En la confusión del pánico, José Arcadio segundo logró poner a salvo a Remedios, la bella, y Aureliano Segundo llevó en brazos a la casa a la soberana intrusa, con el traje desgarrado y la capa de armiño embarrada de sangre. Se llamaba Fernanda del Carpio.

Gabriel García Márquez, Cien años de soledad

Alegrarse por todo

En realidad H. se alegra de ver los labios de su mujer emborronados. 

Por los propios labios, que sabe bien que son jugosos como una manzana verde, por Linda a quien desea que haya encontrado una salida de emergencia, y por él mismo que ya podrá utilizar su pistola sin remordimientos.

Nazaré Lascano, Cuentos de Parque Chas

Un cuento de Vila-Matas

En un corral de La Verneda y después de noquear a quien le descubrió en plena faena, mi padre robó una gallina y perdió un zapato en la huida. 

Enrique Vila-Matas, La gallina robada

sábado

Esas cosas

Linda Firenze llegó a casa con los labios emborronados. 

H. estaba en la cocina, había repasado las juntas de los azulejos y ahora preparaba la cena. Linda dejó las llaves en un cuenco de porcelana y H. pensó que no sonaban como deben sonar las llaves de las mujeres de otros hombres que no son tan infelices como la suya.

Linda tardó en quitarse el abrigo, después caminó hasta la cocina.

— ¿Qué haces?
— Compré carne de cerdo, estoy haciendo una salsa.
— Creo que no voy a cenar.
— ¿Te fue mal el día?
— ¿Mal? No. Me fue bien.
— Bueno, ya veo.
— Es solo que no tengo hambre.
— ¿Qué hiciste?
— ¿Qué?
— No con tus labios, solo digo qué hiciste.
— ¿Qué hice?
— Sí.
— Nada. ¿Y tú? ¿Qué hiciste?
— Ya sabes, trabajar, comer, esas cosas.
— Esas cosas.

Nazaré Lascano, Cuentos de Parque Chas


Las reglas del juego

Algunas noches de lluvia me ponía ropa de verano y Lorenzo me dejaba en una parada de bus lejana. No decía una palabra mientras conducía y yo no me atrevía a preguntar, por timidez o por miedo a romper las reglas del juego.

En el trayecto veía que la lluvia se hacía más intensa o que la noche se iba cerrando con rapidez y sentía una especie de miedo animal. Si era consciente de la poca ropa que llevaba era peor, comenzaba a sentir un frío que en realidad no hacía, como si mi cuerpo anticipara lo que iba a sentir.

Entrábamos con seguridad en barrios en los que nunca había estado, pasábamos por calles desconocidas hasta que llegábamos a una paradita de bus abandonada, entonces Lorenzo se inclinaba sobre mi asiento, estiraba su brazo y abría la puerta.

— Es su turno, señorita.

Yo salía con el corazón acelerado, sin decir nada, subiendo los hombros y sintiendo la lluvia en mis piernas, me colocaba bajo la marquesina y volvía mi mirada hacia el coche que ya no estaba.

Nazaré Lascano, Cuentos de Parque Chas

Mi época triste

Snail Girl tenía muchas ganas de viajar a Roma. Se imaginaba entre las ruinas del Coliseo o bajo el óculo del Panteón de Agripa tomando un rayo de sol.

Yo estaba en mi época triste y le fui dando largas, y nunca fuimos a Roma.

Ahora que ya no está, pienso en cómo podía estar triste si ella estaba cerca y Roma estaba cerca. También pienso en los rayitos de sol calentando las piedras antiguas sin nosotros dos.

Terry Salgado