martes

El largo viaje

Francesca, la mamá de Luca adivinaba el futuro. No era pitonisa, no echaba las cartas ni tenía una bola de cristal, en realidad la mamá de Luca era peluquera.


En el barrio, los chicos hacían bromas con su supuesto don adivinatorio y Luca la defendía diciendo que si hay gente que puede leerte las manos como si fueran tu libro de familia, cómo no va a haber quién te lea la cabellera que está tan cerca del pensamiento.


Yo fui a probar suerte, no porque tuviera demasiado interés en mi futuro sino porque me gustaba Luca. 

Sin pensármelo me presenté una tarde en la peluquería y le pedí un corte moderno, la mamá de Luca rio durante un instante, después me puso una especie de capa de color rojo para taparme y empezó a pasarme el peine mientras hacía que las tijeras chascaran el aire.


Según me contó Luca, para que te adivinara el futuro no valía con que te peinara o te pusiera tinte, lo más importante era cortar, porque en el corte de los cabellos era donde se veía el porvenir.

Para que no hubiera equívoco le pedí a Francesca que me cortara lo que fuera necesario, el pelo crece, le dije, y yo llevaba demasiado tiempo con una melena demasiado sosa. Me dio la razón, un corte a lo garçon no estaría mal.


— Tienes una cabecita preciosa, Naza, deberías llevar el cabello siempre muy corto.
Le di las gracias avergonzada, en realidad solo había ido allí por Luca y quizás por la sesión de adivinación.


— Eres una chica muy complicada Naza —volví a avergonzarme y a ruborizarme— y muy hermosa, aunque a tu alrededor aún no se hayan dado cuenta.


Tragué saliva, las tijeras empezaron a cortar, el peine se deslizaba por mis cabellos y el chas chas de las tijeras  me iba desnudando por dentro. Sentí un pudor muy intenso y tuve que retirar la mirada del espejo.


— No tienes que darte tanta importancia, cariño. Todo va a salir bien.


No sabía a que se refería, en esos momentos yo solo quería salir de allí, taparme, desaparecer. Francesca estuvo un rato callada, los mechones de cabello caían sobre la capita roja. Francesca estaba tan concentrada que llegué a temer que olvidara que yo estaba allí, que acabara cortándome demasiado. 

Por fin paró, volvió a reír y habló.


— Harás un viaje muy largo, Naza.
— ¿Dónde? — pregunté como una estúpida.
— No sé donde, ni cuando, ni con quien, cariño. No soy adivina. 

Nazaré Lascano, Cuentos de Parque Chas




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