domingo

Ni siquiera entrar

Aquel día en el parque supe que jamás en la vida conseguiría entrar. No ya encajar, ni siquiera entrar. En una esquina dos chicas le daban a la comba mientras, una por una, niñas preciosas de mejillas sonrosadas se metían y saltaban, saltaban, saltaban, y en el momento exacto salían y se ponían de nuevo en la cola. Pim, pam, nadie perdía el ritmo. 


En medio del parque había un columpio redondo, con un asiento circular que giraba vertiginosamente como un tiovivo y nunca se detenía, pero los niños risueños se subían y bajaban de un brinco sin… no solo sin caerse, sino sin cambiar el paso. 


Todo cuanto me rodeaba en el parque era simetría, sincronización. 


Dos monjas, sus rosarios entrechocando al unísono, sus caras limpias inclinándose a saludar a los niños como una sola. Tabas. La canica caía con un chasquido seco sobre el cemento, las tabas saltaban y una manita las atrapaba al vuelo con un quiebro de muñeca. Plas, plas, plas, otras niñas movían las manos en intricados juegos de palmas. «Había una vez, un pequeño holandés…». Plas, plas, plas. 


Deambulé por el parque, no solo incapaz de entrar, sino sintiéndome invisible. En cierto modo fue una bendición.


Lucia Berlin, Manual para mujeres de la limpieza

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