domingo

Persistencia

Aquellos días yo apenas disfrutaba de estar en París, los mediodías en el restaurante Polidor, la cadencia de algunas estaciones del suburbano, alguna conversación donde imitaba ser otro, poco más.


Dicen que lo que uno teme siempre acaba por cumplirse y yo había temido tantas veces perder a Martina que la noche que no volvió al departamento ni siquiera me preocupé.


No salí a buscarla hasta la mañana del domingo, a primera hora, cuando los periódicos de la mañana se apilaban aún atados, aún sin leer junto a las marquesinas, y los empleados del ayuntamiento regaban las calles con rabia parisina.


Desde mi llegada no había sentido ni una sola vez que aquella ciudad fuera mía, pero ese domingo noté una especie de vacío, de melancolía difusa que me hacía ver aquellas calles desde dentro.


Y dentro solo estaba la ausencia de Martina. Y odié tanto aquella imagen de mí mismo con gabardina y cara de tópico derrotado por las calles de París que acabé pensando que nunca debí de venir acá, que no tenía ninguna excusa, ningún objetivo. 

Y sonreí cuando me di cuenta de que mi única excusa era Martina, y mi objetivo volver a rodear su cintura flaca y contar sus pecas y acompasar mis versos a su respiración. ¿Estaría escribiendo el primer libro de poesía de acción? ¿Sería así como se sienten los personajes de un thriller? Aquello era demasiado para mí. Sentí una náusea tremenda, me incliné junto a un seto y traté de vomitar la cena.

 

Tras varias arcadas infructuosas uno de los empleados del ayuntamiento me miró como si fuera un borracho.


La persistencia de Jacinto Newman 



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