miércoles

La hora décima


Partimos rumbo al oasis de Amón, a algunos días de marcha de Alejandría; aquel lugar era el mismo donde Alejandro había sabido, por boca de los sacerdotes, el secreto de su nacimiento divino. Los indígenas habían señalado en esos parajes la presencia de una fiera extraordinariamente peligrosa, que atacaba con frecuencia al hombre. Por la noche, en torno a las hogueras del campamento, comparábamos alegremente nuestras futuras hazañas con las de Hércules. Pero lo único que nos proporcionaron los primeros días fueron algunas gacelas. Por fin, Antinoo y yo decidimos apostarnos cerca de una charca arenosa cubierta de juncos. Decíase que el león acudía allí a beber a la caída de la noche. Los negros estaban encargados de encaminarlo hacia nosotros con gran algarabía de tambores, címbalos y gritos; el resto de nuestra escolta permanecía a cierta distancia. El aire estaba pesado y tranquilo; no valía la pena preocuparse por la dirección del viento. Apenas había transcurrido la hora décima, pues Antinoo me hizo ver en el estanque los nenúfares rojos que seguían abiertos. Súbitamente la bestia apareció entre un frotar de juncos y volvió hacia nosotros su cara tan hermosa como terrible, una de las fisonomías más divinas que puede asumir el peligro.

Marguerite Yourcenar, Memorias de Adriano

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