De entrada, desde que volvimos a Madrid me mira poco, porque pasa largas horas en su butaca favorita, sobre su manta favorita, y ya no viene a buscarme. Tengo que buscarlo yo y, cuando lo encuentro, me mira sin demasiado interés. Luego se deja rascar, acariciar, incluso cepillar, con una indiferencia casi desdeñosa, como si nada de lo que yo pudiera hacer por él mereciera su perdón.
Almudena Grandes,
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