Hay ciudades invisibles, vivibles, moribles, horribles y hasta
comestibles; hay ciudades para caminarlas, para nadarlas o sobrevolarlas
como uno pueda. Hay ciudades de mar y de mal, de altura y de bajura, de
fresa y de menta, y de mentira... aquí quería llegar ¿conoce las urbes
que no existen? ¿quiere hacerse una? No se despiste, a estas ciudades se
las conoce también por otros nombres: barrocas, de cartón, doradas, del
fin de los tiempos o de fin de semana. Hay quien dice que le matan,
pero no sabrían estar lejos de ellas, quizás porque también ellos son
así, quizás porque les compensa o porque les da morbo o por pereza de
viajar.
Prepárese un café muy cargado y apunte (a ser posible
a lápiz para luego poder borrar): mucha luz (de la que engaña), muchos
dorados, cortinajes, andamios, flores secas, alcanfor, un río literario,
un género desbordado, gárgolas encastilladas, casullas con carcoma, oro
robado al moro, panoplias para comer, apellidos raros para dormir,
asuntos pendientes para merendar, glorias polvorientas, paseos, carreras
y carretas sin ton ni son.
¿Ya lo tienen? Mézclenlo,
alíñenlo con cuidado, con saña y con sueño, denle su toque personal,
póngale un nombre, proveanla de estudios, de estadios, de floclore, de
tableros y retablos (de las maravillas) y de trajes nuevos o viejos
(para el emperador).
Cuentenme qué nombre le han
puesto, y, si son generosos, qué apellidos, y no escatimen en elogios, y
tiren ya los dados por favor.
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